La mentira como herramienta para gobernar y entretener

CITIZEN KANE, Orson Welles, 1941, astride stacks of newspaper
CITIZEN KANE, Orson Welles, 1941, astride stacks of newspaper

 

1° de mayo: Aniversarios de la película “The Citizen Kane” y de la muerte de Joseph Goebbels

 ¿Qué tienen en común Orson Welles y el propagandista nazi Joseph Goebbels?. El 1 de mayo de 1941 el primero estrenó su película consagratoria «The Citizen Kane». El 1 de mayo de 1945, Goebbels se suicidó. Además de la coincidencia en una fecha, hay una más: la utilización de la mentira, en un caso para entretener y en otro para gobernar. De esto escribe Juan José Becerra en contratapa.

Por Juan José Becerra.

Como saben todos los trabajadores salariados del mundo, un 1º de mayo –el de 1941- se estrenó The citizen Kane, la maravilla de Orson Welles que hoy parece anacrónica si se toman como referencias de juicio los laboratorios de efectos especiales de Los Angeles, es decir las trampas efectistas del cine actual y no las artísticas. En el fondo las cosas están claras: si se la considera una astilla más de los progresos de difusión de una industria del entretenimiento concebida hoy día para idiotas (nosotros: habitantes de una sociedad poscinéfila entregada totalmente al show business), es una película más. Pero si se revisa la historia del arte cinematográfico veremos que Welles es un salto formal hacia adelante, como lo fueron Eiseinstein (de un peinado parecido al de Einstein) y Griffith antes de que existiera lo que conocemos como cine.

The citizen Kane es una película hecha con todos los recursos de un artista megalómano. Cada plano tiene sentido, cada puesta en escena es una novela completa y, además, se ve en sus grandes desplazamientos, de travellings interminables y grúas elevadas hasta las nubes, un modelo de cine de autor y de industria al mismo tiempo en el que la industria está al servicio del autor y no se presentan esas extrañas situaciones en las que se establecen relaciones de esclavitud y sadomasoquismo –eso sí: muy bien aranceladas- entre un consorcio financista y un fantasma: el autor por encargo.

Antes de 1941, incluso durante 1941, porque no hay que olvidar que la película más celebrada de ese año fue ¡Qué verde era mi valle! –un western melodramático de Jonh Ford que planteaba las tensiones entre familia y sindicato en favor de la familia- el cine era una disciplina por lo general inocente y gentil, un encanto audiovisual sin pensamiento. Pero después de la película de Welles se desplazó fatalmente hacia lo que a partir de entonces comenzó a ser: un arte intencionado, es decir político.

Vayamos, entonces, al grano. Kane es un ciudadano cuyas intervenciones en la venta masiva de productos periodísticos lo ha convertido en un magnate infeliz y excéntrico. Allí vemos al periodismo como influencia que gravita sobre el poder porque es un poder (por entonces el cuarto) y, sobre todo, y aquí vemos la profecía que se está cumpliendo, como un entretenimiento. En cuanto al magnate, ha muerto deslizando entre sus labios la palabra “Rosebud”, una criptofonía que desata todo tipo de especulaciones. ¿Qué quiso decir? ¿Y a quién? ¿Y por qué? Sobre el final, cuando se queman sus posesiones vemos un primer plano que nos muestra un trineo (la primera vez que vi la película pensé que era un sillón de director de cine) en el que se lee la marca “Rosebud”. Con que esas teníamos. Pero ningún fan wellesiano ignora que esa palabra, en inglés, significa “capullo”, por lo tanto lo que aún no ha florecido. Kane, muy lejos de las lecturas moralistas en las que se ha querido advertir un arrepentimiento, lo que siente es melancolía de su infancia condensada en un fetiche. Como si alguno de nosotros, antes de morirse de viejos, pronunciara la palabra “Fulvence” o “Sea Monkey”. Se entiende perfectamente la pena, pero la palabra que funciona como eje de The citizen Kane es, en el fondo, la versión verbal del Mc Guffin de Hitchcock, esa botella vacía en el centro de la escena que nos dice algo que no sabemos qué es.

Y ahora nos desplazamos. ¿Hacia dónde? Hacia Joseph Goebbels. Cualquier nazi sabe –vos, Alejandro Biondini, no me dejarás mentir- que el Propagandista del Reich se suicidó el Día Internacional de los Trabajadores de 1945. En fin: feriado, embole, cianuro. La dramatización de ese asunto pudimos verla en La Caída, pero no en la película de Leopoldo Torre Nilsson sino en la de Olivier Hirschbiegel (2005), donde se cuenta el hundimiento de Adolf Hitler desde el testimonio del arquitecto Albert Speer.

Goebbels fue, para resumir su CV, un fanático. No. Perdón. Fue un fanático-fanático, un fanático al cuadrado, que le dio a la política de Estado una relación enfermiza con la comunicación. Si alguien, antes que él, tuvo la remota ilusión de que gobernar era comunicar (de que lo que se decía tenía relación con lo que se hacía) es difícil que haya conservado la ilusión. Lo que Goebbels inocula a la cultura occidental (en la realidad; mientras Kane, un emprendedor privado, lo hace en la ficción del cine) es una idea que hoy tiene muchos adeptos, sean estos progresistas o reaccionarios, demócratas o fascistas: la idea de que gobernar es comunicar lo contrario de lo que se hace y, muchas veces, comunicar directamente como cosa hecha lo que no se hizo ni se hará nunca. La comunicación goebbelesiana consiste en adaptar la realidad del poder (de cualquier poder, no solo del estatal) a un idioma de optimismo y grandes esperanzas. Ese es su descubrimiento: haber entendido que todo lo que pasa en el poder debe ser traducido simplemente porque no soportaríamos que nos digan la verdad.

Con todas las distancias salvadas, Kane y Goebbels fueron maestros del entretenimiento informativo y ahora todos sabemos por ellos (y por nuestros contemporáneos) que hay una forma muy eficaz de construir verdad: mintiendo, mintiendo. Las agencias publicitarias, las oficinas de prensa, los informativos y las redacciones de los diarios saben muy bien que el ejercicio de comunicar consiste en producir un efecto sin causa. 

 

 

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