Piedra amorosa. Witold Gombrowicz, Ció Giangrande, Alicia Yadwiga y Hurlingham

Por José María Gómez. 

Piedra Amorosa

Buenos Aires está a veinte kilómetros de aquí, por la noche se ve su pálido resplandor en el cielo, y de día el aire está más sucio en aquella dirección.[…] la presencia del monstruo en el horizonte no me deja tranquilo, y cosa extraña, parece que me molesta más ahora que cuando estaba inmerso en él.

WITOLD GOMBROWICZ

 

El dueño de «Piedra Amorosa» se llamaba Silvio Giangrande, pero sus vecinos de Hurlingham lo llamaban «el Artista» y los intelectuales de la época lo conocían por «Ció». Genovés de nacimiento, Camisa Negra fascista en su adolescencia, capitán de barco de la Italia de Mussolini, vino a la Argentina después de terminada la Segunda Guerra Mundial. En los cincuenta conoció a Alicia Yadwiga, una pintora polaca que residía en Buenos Aires. Inmediatamente formaron pareja y ella lo introdujo en el círculo de artistas e intelectuales porteños.

A principios de los sesenta compraron una quinta de cinco mil metros cuadrados en Hurlingham, en las cercanías de Marqués de Avilés y Malaspina, dentro de la misma manzana que «La Leonor».

Con el tiempo la quinta de los Giangrande pasó a ser la vivienda permanente de la pareja. Mientras Silvio trabajaba como gerente de una fábrica en San Andrés, Alicia pintaba sus óleos y exponía con buena fortuna en las galerías de Buenos Aires. Silvio comenzaba mientras tanto -seguramente por influencia de su esposa-  a iniciarse en la escultura. En 1961 expone en la Galería Witcomb y vende su obra «Piedra Amorosa» a un importante coleccionista. Por esa razón bautiza a su quinta como a su primera escultura y con ese nombre se la conoció hasta los años 2000.

El efervescente clima cultural de la época (el declive de los Borges y Bioy y el ascenso de los Cortázar y Sábato)  pronto tuvo su correlato en la quinta de Hurlingham: el propio Ernesto Sábato, Eduardo González Lanuza, Julio Payró y Witold Gombrowicz, entre otros, participaban de unas tertulias literarias organizadas por Alicia, con el tema «La influencia nefasta de Gutenberg en la literatura de nuestro tiempo».

Alicia había conocido a Gombrowicz en Polonia, en 1937, cuando éste publicó «Ferdydurke». La novela causó una revolución en las letras polacas, pero la invasión nazi, la Segunda Guerra Mundial y el exilio de Witold a Buenos Aires sumergieron a la obra prácticamente en el olvido y al autor en la pobreza. Cuando los porteños (siempre tan snobs) descubrieron al escritor trabajando en un banco, lo hicieron una módica celebridad local, hasta que sus nuevos amigos escritores tradujeron «Ferdydurke» al castellano y lo publicaron. El mundo entonces recordó a Gombrowicz. A partir de este redescubrimiento, sus nuevas obras editadas en Argentina le dieron fama mundial.

Silvio comenzó a hacer esculturas soldadas en hierro que permanecían expuestas en el parque de la quinta, para asombro de los vecinos y no tan vecinos. Un escritor que se iniciaba en las tertulias vespertinas de Alicia, cuando llegó por primera vez a «Piedra Amorosa», cuenta que Gombrowicz le advirtió sobre las esculturas: «Vea, son unos pluviómetros muy especiales que se fabrican aquí para una empresa agrícola. Yo no supe a qué atenerme pues las esculturas de Ció no se diferenciaban gran cosa de esos artefactos, pero tenía mis sospechas de que no eran pluviómetros»

El mismo escritor recordaba que «los viajes que hacía con Gombrowicz a Hurlingham a veces se convertían en una aventura que poco tenía que ver con la literatura. Una noche regresábamos a Buenos Aires. El tren estaba repleto, los coches de pasajeros estaban completos, viajábamos en un coche de cargas. Un grupo de brutos fumaba e imprecaba cerca nuestro, y como Gombrowicz los miraba con una mirada intensa de desprecio, ellos también nos empezaron a mirar. Mientras crecía la tensión Gombrowicz empezó a hablar en francés, un poco para mí pero, más bien, para la ciudad y para el mundo. Yo no tenía ganas de meterme en líos con esos brutos, así que lo miraba y sonreía beatíficamente. A Gombrowicz, sin ningún punto de apoyo, se le fue transformando la mirada; del desprecio pasó al disgusto, del disgusto a la neutralidad, y de la neutralidad al miedo. Estas situaciones se le debieron presentar con alguna frecuencia, Gombrowicz que era un buscapleitos y un provocador.»

Witoldo (como los porteños lo llamaban) pasó unos días de vacaciones en la quinta y dedicó varias páginas a describir sus vivencias y los alrededores de «Piedra Amorosa» en sus celebrados «Diarios». Comienza cuando un colectivo de Morón lo deja en la esquina de Pedro Díaz y Marqués de Avilés:

 

«El autobús se detiene. Es aquí donde tengo que apearme. Me apeo. Estoy en la carretera con mi pequeña maleta… ¿Quién no conoce esto? La carretera es larga, los coches pasan con un silbido, me alejo por un camino de arena, vientecillo, árboles, distancia, silencio.

El aburrimiento de la naturaleza que enseña los dientes tontamente como un perro. La vaca de mi destino rumia. Espacios escaqueados.

 

La quinta

Grandes árboles, desplegados como banderas, abajo una casa blanca de una sola planta, y unos perros negros y greñudos que os saltan encima.

Con Alicja y su marido; caminamos por el jardín hablando de cualquier cosa para no estar callados.

El marido de Alicja, Giangrande, ex capitán de la marina italiana, está ocupado en reparar la cerca para que los cachorros no salgan a la carretera y sólo de vez en cuando interviene en la conversación.

Oscurece. Volvemos a casa. Té.

Uno llega a un lugar, toma té, conversa, después abre la maleta, dispone las cosas en la habitación de los invitados… ¿No es uno de los temas centrales de mi vida? Escuchar nuevos susurros, respirar aire extraño, penetrar en un sistema desconocido de sonidos, olores, luces. Mientras hablaba con ellos, estos detalles me invadían como insectos y hacían que estuviera casi ausente.

Las lámparas estaban encendidas, los perros yacían en la alfombra.

Han comprado esta quinta hace poco para escapar de la ciudad. Buenos Aires está a veinte kilómetros de aquí, por la noche se ve su pálido resplandor en el cielo, y de día el aire está más sucio en aquella dirección. Pero entre ellos y Buenos Aires hay un sinnúmero de urbanizaciones, pequeñas ciudades que casi se funden en una, de hecho son casitas y más casitas, sin solución de continuidad, callejones, jardines, carreteras, fábricas, talleres, urbanizaciones, plantaciones, alambres, estaciones, terrenos, hortalizas, alcantarillado, electrificación, tiendas, cobertizos, quioscos y tenderetes… a veces más espaciados, a veces más densos, después de nuevo dispersos, y habría que caminar muchas horas hacia el Oeste para salir a los campos de verdad.

Por suerte, los árboles y los arbustos de la quinta hacen de protección.

 

Por la noche

Mi habitación es baja y larga, con una ventana grande y enrejada.

Como siempre, cuando llego a un lugar nuevo, dispongo en el escritorio mis papeles -el comenzado Cosmos- y miro a mi alrededor para ver dónde estoy. Son ya casi las doce, ellos se han ido a dormir y yo me preparo para hacer lo mismo. De hecho he venido aquí para descansar en ese silencio y para «encontrarme a mí mismo» (como dice Ernesto) después de la confusión de los últimos días, en que me he sentido atrapado en un torbellino a ratos terrible. Todavía me retumban en los oídos los ruidos de las avenidas del centro llenas de atascos de coches rugientes, la presencia del monstruo en el horizonte no me deja tranquilo, y cosa extraña, parece que me molesta más ahora que cuando estaba inmerso en él.

Además me inquieta que aquí también me he encontrado con el cansancio -un cansancio particular-, la quinta respira ociosidad, y su verdor, su sol, son agua para unos labios sedientos, aunque justamente eso es lo que hace pensar en un cansancio que busca aquí alivio.

Pensaba en la actitud tensa hacia este oasis por parte de su propietario, Giangrande, que por la mañana temprano, a las seis, se marcha en coche a una lejana fábrica de la cual es director, y que, durante muchas horas, en medio del ruido y la agitación, cuenta los minutos que le separan del retorno a la tranquilidad; sin embargo, cuando regresa al anochecer, la necesidad de aprovechar cada minuto de tranquilidad le quita la tranquilidad; el descanso se convierte entonces en trabajo, porque vuelve a contar los minutos, esta vez los que le separan de la fábrica. En estos «momentos libres» es escultor. De entre los árboles asoman sus bustos de piedra, inmovilizados en sus líneas y su volumen… que él esculpe mirando el reloj.

Sentado en la cama pienso en esos bloques de piedra, y, al contemplar los objetos de mi habitación (una habitación anexa, de invitado), pienso en los cuadros abstractos de Alicja que adornan el vestíbulo. La tranquilidad si no en la quinta está en el arte. Pero ¿es verdaderamente el arte tranquilidad? ¿Acaso la ansiedad no les alcanza incluso en ese refugio último, y no por causas externas, sino por la misma esencia de su trabajo artístico? Al hablar con ellos, su dedicación al arte en esta quinta, ese proyecto suyo tan mimado, me ha parecido próximo a una bancarrota; en lo que decían no había alegría, sino más bien amargura, decepción, en fin, esas muestras de desencanto con que ahora me encuentro continuamente en el mundo de la pintura. Al pintor le abruma la cantidad de pintores existentes. Hay demasiados. Todo el mundo pinta. ¿Por qué este arte ha dejado de ser difícil, por qué en nuestra época se ha producido una especie de triunfo de la mediocridad gracias al cual la pintura se ha vuelto fácil, accesible a cualquier colegiala, estudiantes, niños, jubilados, a todo el mundo? Se ha llegado a desdeñar todas las dificultades de la técnica, de la forma, que cerraban el paso al altar, y hoy en día cualquiera puede ser un artista pintor, y, es más, esos cuadros «no están tan mal».

«No están tan mal.» Esas palabras suyas esconden la sorpresa desconsolada de quien ha sido abofeteado sin razón. Abarcando con la vista mi habitación alargada pienso que este oasis lleno del silencio pétreo de los volúmenes y de la metafísica de las pinturas abstractas no es en absoluto un oasis, y me pregunto si he hecho bien viniendo aquí para huir del monstruo cuyo resplandor blanquecino inflama el horizonte.

 

Al día siguiente por la mañana

Acompaño a Alicja que, con una bolsa, va a comprar a una pequeña tienda de comestibles; justo detrás de la quinta se extiende un prado roñoso con unas pequeñas casitas proletarias, inacabadas, que se yerguen como si alguien las hubiera dispuesto sobre la tierra en desorden, sin ninguna relación ni entre ellas ni con el suelo. Piedras y mujeres gordas. Escombros y mocosos. Ladrillos, carretillas, hombres. Perros y basura. Una radio acompaña el hedor, el solecito calienta, de vez en cuando alguien nos mira…

Al Sureste la suciedad del cielo anuncia Buenos Aires. ¿Sería capaz de ponerme a llorar ahora? Oh, sí, tengo suficiente piedad como para sentarme aquí mismo sobre cualquier piedra y llorar a lágrima viva por mi propia humanidad y por la humanidad de todos mis hermanos, pero cuando abarco con la mirada las oleadas de ese populacho que se nos echa encima por el prado, que nos acosa, cuando veo cómo ELLOS se acercan de nuevo, llegan hasta aquí de nuevo, la repugnancia y el odio se imponen a las ganas de llorar.

«¡Viene hacia ti, Macbeth, un bosque verde y susurrante !» Lo que viene hacia mí no es un bosque, sino la mugre multiplicándose.

[…]

Al día siguiente, después de un paseo

Hay aquí calles de paredes de hiedra que rodean jardines, grandes y pequeños, al fondo de los cuales se esconden villas. Avanzo por la arena y la tierra de estas calles sin estar seguro de que alguien no me esté mirando, una mirada puede alcanzarme desde cualquier parte, las espesuras están pobladas. En la bocacalle el cielo cuelga a lo lejos como una barriga oscura, ¡una tortura! Qué alboroto y qué trajín allá, en el horizonte; qué fragor, qué estruendo, qué hervidero de movimientos, palabras, qué maraña de acontecimientos, combinaciones y complicaciones, un torbellino imparable… ¡Esa vorágine, ese laberinto pesan sobre mí!

Silencio, calor. Nadie. En la perspectiva de la calle, frente a mí, aparece un niño, un chico que camina llevando una bicicleta. Viene hacia ti, Macbeth, un niño… Nos aproximamos poco a poco y yo, que anteayer aún tenía la cara rodeada de caras ajenas, muy cerca, ahora me desmorono y «casi» no puedo soportar nuestro mutuo acercamiento, hasta que «casi» me detengo, «casi» me vuelvo para que todo sea menos violento. ¿Casi? El hecho es que (hace tiempo que lo constato) en mi relación con la gente se me impone cierta… teoría; sé que el acercamiento de alguien en un lugar desierto debería afectar poderosamente mi esencia…, de tal modo que intento suscitar en mí el reflejo adecuado. Sé, presiento, que no es, no debería ser indiferente ni «cómo», ni «de dónde», ni «por qué» este otro «se acerca» o «surge», ni cuál es nuestra «posición» con respecto al otro; sé que esto debería ser más esencial de lo que pueda expresarse con palabras, y que esto debería ser «preliminar», es decir, «previo» a mis otras sensaciones, algo así como un fondo.

Intento ajustarme a la teoría como si representara un papel.

Y eso confiere a mis actos un carácter incompleto… Una angustiosa confusión en el horizonte, las ubres pesadas y sucias del cielo cuelgan sobre ese embrollo bullente y trepidante de la incomprensible pesadilla que constituyen esos millones de hombres.

Sábado

¡CU-cu! ¡CU-cu! ¡La sirvienta Helena está chiflada! ¡Hale! ¡Hale! ¡Pitas, pitas! ¡Quiquiriquí!

Ésta sería la orquestación…, y ahora viene la sinopsis.

Al poco de llegar me di cuenta de que algo en ella no iba como debía.

Es aplicada y amable, pero, por ejemplo, cuando sirve la sopa da la sensación de que en el mismo momento podría ponerse a hacer otra cosa, por ejemplo, cantar. Es como un funámbulo suspendido por encima del abismo de «esta otra cosa» y de «cualquier cosa».

¡Y ahora Alicja me dice que esta chica tiene paranoia en la mollera! El diagnóstico, que no deja lugar a dudas, lo ha dado un psiquiatra al que la envió para que la examinara. -A veces tiene ataques -dice Alicja y entonces me monta escenas, pero después se le pasa. Lo peor es que, como dice el médico, es peligrosa, en el momento menos pensado puede tener una crisis de verdad y coger un cuchillo…

-¿Y no tenéis miedo de estar con ella? Cio (Giangrande) pasa mucho tiempo fuera de casa y usted está sola…

-¿Y qué podemos hacer? ¿Despedirla? ¿Quién empleará a una loca? ¿Y su hija? ¿Qué hacer con la niña? ¿Enviarla al hospital? No está lo bastante loca, sería inhumano encerrar en un manicomio a una persona como ella… Además los manicomios están llenos a rebosar, son un verdadero infierno…

¡CU-cu! ¡CU-cu! Está chiflada, he salido al camino desde donde se ve, en la dirección consabida, el oscurecimiento del cielo que anuncia… He vuelto a la casa protegida por los árboles, la espesura, la cerca, el verdor, las rejas en las ventanas, las estatuas, los cuadros, y sin embargo ya envenenada…, donde la paranoia se afana en la cocina. No se oye nada, Alicja duerme, de la cocina llegan unos ruidos, los perros duermen, estoy como sorprendido, confundido, siento que debo decidirme a hacer algo, pero no sé exactamente qué… Ante todo desconozco cuál es mi peso. ¿Peso mucho? ¿O poco…?»

 

 

El temor insoportable de Witoldo a morir estrangulado, sumado a la supuesta locura de la casera, hizo que huyera de la quinta sin avisar ese mismo sábado. Algunos vecinos aún recuerdan a Helena, más por su carácter hosco que por «chiflada». También recuerdan a los perros «negros y greñudos»: los Giangrande tuvieron hasta cinco cocker spaniel al mismo tiempo.

Witoldo regresa a Europa en 1963 a disfrutar de su renovada fama. También Silvio y Alicia exponen su arte con éxito durante la década del 70 y los canales de televisión y los diarios de la época hablaban del artista de Hurlingham. Aún hoy, «Serena», una escultura en mármol,  se encuentra en el jardín del Museo Nacional de Bellas Artes. Otra, en hierro, se halla en la avenida Crisólogo Larralde en Capital Federal.

En 1984 se estrenó la película «Gombrowicz, o la seducción (representado por sus discípulos)» dirigida por Alberto Fischerman, y varias de sus escenas se filmaron en «Piedra Amorosa» e incluso la entonces polvorienta calle Marqués de Avilés tiene su presencia en los primeros minutos de la película.

Las tertulias literarias en Hurlingham fueron languideciendo,  «el Artista» dejó de hacer sus raros artefactos y su prestigio se diluyó en algo muy parecido al olvido. La curva de la Historia envió a la banquina a ciertas artes y despejó el camino para la cultura masiva y de fácil digestión.

Silvio «Ció» Giangrande editó una autobiografía («Siete pares de zapatos») y murió en 1990. Alicia falleció junto con el siglo. De «Piedra Amorosa» aún se conserva la casa, pero gran parte del parque y sus extrañas esculturas ya son sólo recuerdos.

1 Comentario

  1. Soy un engendro audiovisual, difícilmente llego a leer un articulo completo. Al final me quedó hambre de leer más. No deja de sorprenderme jamás la cantidad de personajes, miradas, sutilezas, esencias, pinceladas escondidas en la enmarañada trama del espacio-tiempo. Mañana seguiré siendo el mismo, pero con Gombrowicz añadido a marcadores. Buenas noches.

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