Por Regina Garriga Lacaze. Cuatro años hace que se recuperó la alegría del Carnaval. Cuatro años hace que los corsos volvieron al barrio, que la gente volvió a copar las calles. Cuatro años y, hasta ahora, no había ido a ninguno.
Por esas cosas del destino, en la vida me crucé con un murguero. De a poco me contagió esa pasión por la murga, pero me faltaba algo para sentirlo en el cuerpo. Necesitaba percibir esa sensación que te provoca vivir un carnaval, ir a un corso y vibrar con cada salto, con cada patada. Ansiaba que llegue el feriado de carnaval para poder conocer y comprender lo que me contaba.
Y llegó. Fue así que el murguero -que el destino quiso que la vida me cruce-, me invitó a ir al corso que organizaba su murga. Demás está decir que acepté la invitación.
Yo oriunda de La Plata; él de Hurlingham. Hasta allá tuve que ir para ver mi primer corso. Para llegar, primero tenía que tomar un micro y después subirme al tren. Toda una odisea para mí que nunca salí de la ciudad. Pero no me importaba, quería ir.
Por suerte, mi hermano se sumó a la travesía: «viaje a Hurlingham sin perderse». Vino al mediodía a casa, almorzamos un riquísimo arroz con atún y, haciendo la digestión, nos fuimos caminando relajados hasta la terminal de ómnibus.
Mucha suerte. El micro ya estaba estacionado en la plataforma, a punto de salir. Dormimos casi todo el viaje. Casi ni sentimos la hora y quince minutos que estuvimos viajando. Listo. La parte más fácil del periplo había terminado. Ahora faltaba el tren.
Sacamos el boleto y nos subimos. Quince minutos sentados arriba del tren, esperando que salga. La ansiedad me sucumbía el cuerpo. Finalmente, se escuchó el silbato, y el San Martín arrancó su marcha. Mi hermano se dormía. Yo, atenta a cada estación para no terminar en cualquier lado.
Después de siete u ocho estaciones, no recuerdo muy bien, vi el cartel en la estación: «Hurlingham». «Dale», le digo a mi hermano, y bajamos. Mi pequeña odisea había terminado. Ahora esperábamos la noche.
Llegamos a la plaza. A medida que nos acercábamos, más deseosa me ponía. Un pequeño escenario cortaba la calle, y guirnaldas la vestía. Había gente comiendo, jugando con espuma, encontrándose. Se percibía la «buena onda» en el aire.
De a poco me fui acercando hacia donde se presentaban las murgas. Todo me llamaba la atención y me generaba bienestar. Los bombos, los platillos, los colores, la vestimenta, las canciones y sus letras, el baile. Todo eso junto, me generó alegría. Ganas estar atenta a todo, de no perderme nada.
Pude terminar de entender la frase que me dice el murguero que me cruce en la vida por esas cosas del destino, «la murga es una familia». Lo comprendí cuando vi como se cuidaban entre todos; lo más chiquitos a los más grandes, y los más grandes a lo más chiquitos. Cuando vi como se contagiaban y nos contagiaban la alegría del carnaval, de estar en un corso y disfrutar en familia, con amigos, con vecinos la libertad para salir a la calle a pasarla bien. Cuando vi como las murgas se bancan entre ellas; como se apoyan. Porque se entienden, porque saben todo lo que cuesta armar un corso, un traje, escribir una crítica. Porque comparten un mismo sentimiento. Porque sólo ellas entienden como se vive el carnaval. Lo llevan en la piel.
Me divertí. Lo disfruté. Me alegré de poder ver a la gente compartir, pasarla bien, bailar, aplaudir, reírse. De ver a la gente salir a la calle, de que los barrios se tiñan de miles de colores. Me sentí muy bien de poder escuchar lo que dice el otro libremente, sin que nadie lo reprima más allá de lo que piense.
Viví el carnaval, viví un corso, lo sentí en el cuerpo, fui parte de él. El corso es carnaval; la murga es el condimento perfecto que le suma el color, música y compromiso a la fiesta del barrio. Y pude, finalmente, sentir en mí el espíritu murguero.