Amores de Carnaval

amores de carnaval

Por Rody Rodriguez ||

Esta es una de esas tantas historias de amor nacidas en carnaval.

Fue en el Club Defensores de Hurlingham, allá por los años ‘70. Noches de bailes de carnaval, que habían arrancado un jueves, con la presentación de Mara Lúa y los Nocturnos; Beto Orlando y la cantante de tango Rosana Falasca.

Combinaciones artísticas inverosímiles, pero habituales por aquellos tiempos, en los que los clubes competían para ver quien tenía la mayor recaudación y los artistas rotaban en gira conurbanera estirando las noches hasta entrada la mañana.

En Hurlingham, los nombres de los artistas se anunciaban en una gigantesca y colorida pintada en una de las paredes del club Defensores, que podía leerse desde la Av. Vergara junto a un cartel de «Crédito Tesei» y otro de «Supermercado América».

Eduardo no era amante de los carnavales. Lo fastidiaba que lo corrieran con bombitas de agua. Disfrazarse lo consideraba un viaje sin retorno al ridículo. Sin embargo, en «El Defe» las cosas eran distintas. Los que iban podían divertirse mucho sin necesidad de disfrazarse ni mojar ni ser mojado.

Eduardo no quiso perderse la primera noche de carnaval. Entró al club vestido para matar: pantalón celeste claro, con botamangas anchas, (marca «Astronauta»), que cubrían tenuemente unos zapatos negros con leve plataforma y generoso taco (adquirido en «Cosmito», al lado del correo). La indumentaria se completaba con una camisa color azul eléctrico, pero muy eléctrico, (comprado en «Casa Andrés», en Ricchieri y Eduardo VII), con varios botones desprendidos para que se apreciara un par de colgantes, uno con el símbolo de la paz y otro con una cruz de hueso que llamaban Caravaca.

El escenario, iluminado con innumerables lamparitas de colores, estaba ubicado al aire libre, al costado de la pileta. En frente, sobre el césped, decenas de mesitas con sombrillas (aunque era de noche) eran ocupadas por familias completas. La cancha de básquet se transformaba en concurridísima pista de baile. Al costado el buffet mantenía a los parroquianos de siempre; no importaba si era carnaval, pascua o primavera. Los habitues estaban concentrados en el billar o en el truco, con un vaso de blanco «Cavic» para algunos o una copita de «Ponche, Capitán de Castilla» otros.

En la terraza, como un mundo aparte, había un patio de tango, con selectas grabaciones que, de acuerdo al viento, se mezclaban con la música que dominaba la pista de la cancha de básquet.

Eduardo fue esa noche con algunos amigos. Ya había pasado el primer número vivo y el musicalizador eligió discos de Los Wawancó, Los Cinco del Ritmo y mucho Club del Clan para ponerle ritmo a la noche.

En una de las mesas, acompañada por familiares, estaba Mery; morocha, pelo muy largo y muy negro y muy lacio, tal vez producto de la toca. Pantalón verde agua, ajustado y también con exagerada botamanga, una blusa con muchos colores y una vinchita con corazones, coronando su flequillo. Eduardo la vio y enloqueció. Un disco de La Joven Guardia, «La Reina de la Canción», empezó a girar, la sacó a bailar con poca fe, pero para su sorpresa, Mery aceptó la invitación. Hubo otra sorpresa para Eduardo, cuando Mery se levantó de su silla quedó en evidencia un físico importante y una altura que para equipar hacían falta varios centímetros de plataforma y taco en los zapatos comprados en Cosmito, pero no importó.

Después pasaron discos de los Rolling Stones, de Jhonny Rivers y siguió con una tanda de rock and roll que hizo enrojecer la pista.

Eduardo no era un gran bailarín pero daba la sensación que Mery no se daba cuenta. La morocha bailaba como poseída y cuando sonó «Rompan todo» por Los Shakers, Mery tomó de las manos a Eduardo y lo revoleó sin miramientos.

Dicen que después de la tormenta llega la calma y así fue. Llegaron los lentos y ahora fue Eduardo el que no quiso dejar de bailar. Se escuchó la voz de Paul Anka cantando «put your head on my shoulder» (pon tu cabeza sobre mi hombro) y Mery obedeció, aunque por la ostencible diferencia de estatura, el esfuerzo de la joven por acercar la cabeza al hombro del muchacho fue una tarea más incómoda.

Hasta ese momento, todo había sido baile. A Eduardo le encantaba hablar, pero el frenesí del rock hizo imposible sostener una conversación. Con los lentos fue diferente. La cercanía física facilitó el desenvolvimiento oral de Eduardo y recién allí se presentaron:

-Soy Eduardo, ¿vos cómo te llamás?

-Mery… bah, me dicen Mery.

-¿Te llamás María?

-No, me llamo América.

Ya presentados, la confianza aumentó. El calor de febrero se multiplicó con el calor de los cuerpos de Mery y Eduardo. En el ambiente se escuchó la portentosa voz de Sandro interpretando «Noche de amantes…» y Hurlingham vibró mientras el primer beso entre la joven pareja quedó sellado.

Ya cuando Los Nocturnos estaban en el escenario, Eduardo y América se alejaron de la pista rumbo a una oscura zona para el lado de la calle Cavour (hoy Délfor Díaz), en un espacio que el club tenía previsto convertir en la entrada principal. El lugar no era romántico. Lleno de escombros y con las incomodidades propias de una obra en construcción.

Pero la pasión indómita de Eduardo y Mery convirtieron un montículo de arena, sostenido en uno de sus lados por un viejo cartel de jugos de naranjas «Cluny», en una alucinante alcoba. Allí se amaron.

-¿Vamos a volver a vernos? Preguntó ella.

-Nos vamos a ver hasta el fin de nuestros días. Exageró él.

Al otro día, Eduardo llegó temprano al club. Esa noche actuaban Katunga, Rabito y el grupo Lechuga. Diversión asegurada. Diversión para los demás, no para Eduardo que esperó infructuosamente a Mery.

El sábado Eduardo escuchó respetuosamente el mini recital de Violeta Rivas y Néstor Fabián. Mery tampoco vino esa noche al baile y cuando Yaco Monti estaba llegando, él decidió irse. Resignado, con el corazón lastimado, al llegar a la puerta se cruzó con un grupo de chicas que reconoció como amigas de Mery. Preguntó por ella y logró su dirección.

El domingo Eduardo subió a su bicicleta y apuntó para la calle Mustoni, allí donde vivía esa morochita que él presentía era el amor de su vida.

Llegó a la dirección indicada, pero pasó de largo. No se animó a tocar la puerta. Fue hasta la esquina, bajó de la bici y volvió caminando despacio. En ese momento una moto se detuvo frente a la casa de Mery. Al primer bocinazo salió la chica ataviada con una tolerita roja, un sugerente minishort rosa pálido y botas blancas. Palidez blanca era la que tenía el rostro de Eduardo cuando vio que Mery saludó con un más que afectuoso beso al motoquero. Tragó saliva y se animó a llamarla a viva voz.

-Mery… Mery… ¿No venís más a los bailes de carnaval?

-Hoy a lo mejor voy con Gustavo –dijo señalando al melenudo de la moto-, porque hoy está Vox Dei.

Sin más se trepó a la moto y desapareció.

Eduardo quedó quebrado. Veía como su esperanza de amor eterno se iba en moto. Subió a su bici. Mientras pedaleaba pensaba en el desenlace de su relación.  «Y bueno…era altísima. Y cuando seamos más grandes ella va a ser vieja». Se resignó frente a los 17 años de la lunga morocha.

Eduardo con sus 14 años, se repuso rápidamente y pensó nuevos planes para esa noche. «Le voy a decir a los chicos de ir al San Miguel».

Esa noche en el club de la calle D’Elia cantaban Safari, Laureano Brizuela y Los Naufragos.

«Por lo menos son más divertidos que Vox Dei» se convenció y transformó a Mery en un lindo recuerdo, mientras se miraba la pulserita de cobre que había canjeado con Mery por su Caravaca.

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