Por Rody Rodríguez.
La actual Av. Jauretche en Hurlingham fue cambiando su nombre. Antes se llamó Aramburu, pero originalmente y durante casi medio siglo esa calle se llamó Eduardo VII. Ese nombre fue impuesto en 1925, cuando el entonces Eduardo de Windsor, príncipe de Gales, visitó Hurlingham, y para homenajearlo los influyentes dueños del Hurlingham Club, decidieron bautizar la calle que iba desde la estación de tren al club, con el nombre de Eduardo VII, abuelo del príncipe huésped. Aquí van algunos detalles de la agitada vida del monarca, hijo de la legendaria reina Victoria.
Eduardo nació el 9 de noviembre de 1841 en el Palacio de Buckingham, en Londres. Su madre era la reina Victoria, por lo que Eduardo, como hijo mayor, era el heredero al trono, Pero su ascenso a rey se hizo esperar. Porque el reinado de Mamá Victoria se prolongó por más de 63 años, y su hijo pudo ser rey con casi 60 años de edad. Fue en 1901, cuando el monarca adoptó el nombre de Eduardo VII.
La historia lo describe como un rey con grandes habilidades diplomáticas y un carácter afable. Dio nombre a la época Eduardiana que coincidió con el cambio de siglo, un tiempo de enormes modificaciones sociales y tecnológicas. Eduardo fue responsable la reorganización del ejército británico y de la modernización de su flota.
Pero antes de ser rey, fue excluido por su reina madre de las actividades políticas y entonces Eduardo, decidió dedicar su vida de príncipe a los placeres, disfrutar del «dolce far niente» con amigos de la aristocracia entre los que estaba el hurlinguense Benigno Ocampo Samanés, con el que compartió placenteras temporadas de ocio de París, Viena, Budapest, entre otras ciudades.
Eduardo era un hombre obeso, pero eso no impidió que fuera un adalid de la elegancia, marcando tendencias que perduraron en el tiempo. El smoking fue su creación y él impuso como moda el uso de trajes azules.
Eduardo, al que desde niño llamaba Bertie, se casó muy joven con la princesa Alejandra de Dinamarca, ella tenía 18 años y Eduardo 21.
Una de las damas de compañía de la ya reina Alejandra, fue Lucy Grigg, esposa del tambero hurlinguense Hugh Scott Robson, uno de los fundadores del Hurlingham Club. Lucy tuvo la difícil tarea de consolar a la reina, por las conductas indecentes del rey.
Eduardo VII reinó una de las épocas más prósperas del imperio británico, lo que le valió una gran popularidad, pero, simultáneamente, transitó una vida plagada de excesos.
No tenía control a la hora de comer, sucumbía constantemente al vicio del juego, le encantaba apostar en las carreras de caballos y tenía una desenfrenada obsesión por el sexo. Eduardo fue un conspicuo cabaretero. En los burdeles de París se manejaba como pez en el agua.
La lista de sus amantes llega al centenar, algunas permanecieron a su lado durante todo su reinado, fue el caso de Alice Keppel (28 años más joven que él), bisabuela de la actual reina de Inglaterra, Camila Parker-Bowles (la segunda esposa de Carlos III). Otras de las amantes más conocidas fue la prestigiosa actriz Sarah Bernhardt, también la sufragista Lillie Langtry, las condesas Daisy Greville de Warwick y Georgina Elizabeth Ward y hasta lady Randolph Churchill, la mamá de Winstor Churchill.

Pero además de esas amantes, que mantuvieron una relación con cierta perdurabilidad, Eduardo VII tuvo más aventuras que Julio Iglesias. Coristas, sirvientas, prostitutas, aristócratas o princesas extranjeras, incluso las esposas de sus amigos íntimos, fueron parte de su intensa vida sexual.
Llegó a pedirle a un ebanista francés que diseñe un sillón, que él denominaba «la silla del amor», que se adaptara a su voluminoso cuerpo y en el que podía actuar sin cansarse demasiado, con una o con dos mujeres a la vez.
En la aristocracia, y en los círculos más elevados de la sociedad, las relaciones extramaritales eran bastante habituales, hasta aceptadas. Había más parejas abiertas de las que uno imagina, pero había una especie de código basado en la discreción y Eduardo era la imprudencia con sobrepeso. No tenia cuidado en invitar a sus amantes a palacio o incluso visitarlas en sus casas, en un comportamiento impropio de un monarca. Y también había límites, por ejemplo «las esposas de los amigos no se tocan». Algo no respetado por Bertie, y repudiado por la alta sociedad londinense que se sentía indignada por esa forma de actuar.

La promiscuidad de Eduardo VII fue incurable. En su vida personal fue siempre un impúdico. Lo curioso que lo procaz no erosionó su habilidad política, sobre todo en materia de relaciones exteriores, donde se destacó sobremanera.
Eduardo VII cayó gravemente enfermo a finales de abril de 1910, y falleció repentinamente el 6 de mayo, 15 años después, en agosto de 1925, su nieto Eduardo de Windsor, príncipe de Gales, visitó Hurlingham y transitó la calle con el nombre de su abuelo.