Homenaje al escritor Héctor Jacinto Gómez

El 18 de febrero pasado, falleció el escritor Héctor Jacinto Gómez, nacido y criado en Villa Tesei, destacado productor tele-visivo, escritor y gestor cultural.

Publicó tres novelas, un libro de cuentos y conducía por el Canal de la Ciudad, el programa «El Quijote no se mancha» en el que entrevistaba a escritores y editores.

Héctor J. Gómez tenía párkinson y hacía un par de meses le habían diagnosticado cáncer de pán-creas.

Se desempeñaba hacía varios años como productor televisivo, de joven había estudiado cine, guion y letras con orientación en lenguas clásicas.

Publicó las novelas La agitación, que aborda el tema del abuso infantil (Azul Francia, 2020); Risas de mujeres desnudas, protagonizada por una joven trans (Obloshka, 2022), y el policial El hombre de la playa (Azul Francia, 2024), y un libro de cuentos Las encantadas del bosque (Omashu, 2024). Formó parte del grupo «Oscuro Total» integrado por escritores y periodistas dedicados al género policial, el terror y la ciencia ficción.

Siempre recordó a su Villa Tesei natal. Hace pocos años escribió un relato dedicado a su ciudad, «T6» que hoy compartimos a modo de homenaje:

Año 1980. Un colectivo de la línea 643 circula por la Avenida Vergara, la principar arteria de Villa Tesei, a la altura de la Parroquia Medalla Milagrosa, viene desde Hurlingham hacia Morón. Foto publicada en Hurlingham.ar de Mario Saldi.

 “T6”

Pasé toda mi adolescencia en Villa Tesei: fui al colegio secundario, tuve muchos amigos y hermosos recuerdos porque fui muy feliz en ese lugar.

Villa Tesei era una ciudad mediana. Ubicada a mitad de camino entre Morón y Hurlingham. Fundada hace alrededor de un siglo por un inmigrante italiano que loteó y construyó un pequeño pueblo. Se hizo intendente de su propio manojo de casitas y quintas y hasta les dejó como herencia su nombre: Santos Tesei. Llegabas a hablar mal de Santos en Tesei y te arruinaban la cara de un bife. En el almacén, en el kiosco de Enio, en la Mueblería Rex o donde sea. Mostrabas diferencias ideológicas con Santos Tesei y te ibas con dos dientes menos.

En los ochenta, los adolescentes de Tesei crecíamos a la sombra de los conchetos y adinerados adolescentes de Hurlingham. Por entonces no habíamos pasado los veinticinco mil habitantes y éramos Villa. Yo ya era mayorcito cuando empezó a ser «Ciudad Santos Tesei». Hubo festejos, fuegos artificiales y bendijo el cura.

Por lo tanto, los que crecimos en aquella Villa que no era Ciudad nos sentíamos en desigualdad con Hurlingham que era «Ciudad».

En mi cabeza estaba a la altura de las grandes metrópolis: Nueva York, Londres, Hurlingham, Moscú.

Hurlingham era groso. Dos estaciones de trenes, el San Martín y el Urquiza, escuelas bilingües, campo de trote, club alemán de bolos y Curupaytí, club de rugby. ¿Qué más querés?

En Hurlingham se hacía todo lo importante de tu vida. Si te tenías que comprar ropa para un casamiento de una prima, tu mamá te llevaba de Tesei a Hurlingham. Ahí te vestían de primera. Ropa de calidad. Nada de ofertas.

Y si durante la fiesta alguien te alababa el pantalón nuevo de corderoy, enseguida aclarabas: «Lo compré en Hurlingham». Y si llegabas a correr con tus primos en pleno casamiento, tu vieja decía: «Quedate quieto, que te vas a romper el pantalón que te compré en Hurlingham».

Nos separaban veinticinco cuadras, pero Hurlingham tenía el supermercado América, discotecas para organizar bailes de egresados, había eventos en cada cuadra… Hasta la feria hippie era buena, porque los hippies no eran roñosos: tenían chomba.

Nosotros en Tesei teníamos el almacén de la Gorda Carmen, la Tienda La Bomba, y el Club de los Portugueses. Yo intentaba evadirme de todo eso yendo al cine. ¿Al cine de dónde? De Hurlingham. Tesei no tenía.

Me pasé la adolescencia viendo ciencia ficción. Mi adolescencia cinéfila oscilaba entre Alien, naves espaciales y niñeras asesinadas. Me escapaba al cine de Hurlingham cada vez que podía…

En uno de esos escapes, una noche volvía con dos compañeros por una calle oscura (plena época de la dictadura) y nos paró un patrullero para llevarnos por «averiguación de antecedentes».

Nos tomaron los datos, nos llenaron una ficha, nos tuvieron sentados frente a los calabozos unas cinco horas y nos dejaron ir para que nos cambiáramos los calzoncillos. Lógico. Teníamos quince años y estábamos cagados del susto.

Para que nuestros padres supieran qué clase de subversivos tenían de hijos, nos dieron la ficha de detención. Estábamos fichados. Sentado en el colectivo, miré el papel y leí mi nombre, mi fecha de nacimiento y mi dirección. En el casillero, el cana había puesto mi calle, sin errores y con mayúsculas; y en la ciudad, no sé si por burro o para ahorrar tinta, el cana escribió «VILLA T6» (la letra T y al lado el número seis).

Y mi vida cambió…

T6.

Yo ahora era un terrícola viviendo en T6. Dejé de sentir que los de Hurlingham tenían cosas mejores. Vivir en T6 suponía estar un escalón más arriba que cualquier otra ciudad. T6 era ciencia ficción pura. Era el futuro, otro tiempo y otro espacio.

T6 era una realidad paralela. Villa T6 no había sido fundada por un pobre inmigrante italiano que les puso su nombre a unos lotes.

T6, a partir de ese momento, fue en mi cabeza una colonia cibernética edificada por ejércitos de cyborgs que habían escapado de un planeta lejano por una dictadura de androides que se habían apoderado de las centrales de energía y amenazaban con crear un desastre nuclear en toda la galaxia.

Eso sí: a los pantalones de corderoy, los comprábamos en Hurlingham.

Publicado en la edición de marzo de EL CLÁSICO.

 

 

 

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