
En agosto de 1925 el príncipe de Gales, que fue rey Eduardo VIII, visitó Hurlingham por primera vez. En esa ocasión bautizaron una de las avenidas con el nombre de su abuelo Eduardo VII. Una ciudad convulsionada por la presencia de una muy polémica figura de la monarquía británica.
por Rody Rodríguez /Aportes en investigación de Marcelo Fiori Quercetti.
En 1925 en pleno gobierno de Marcelo T. de Alvear, el Rey Jorge V de Inglaterra mandó a la Argentina a uno de sus hijos, Edward, Príncipe de Gales con el propósito de fortalecer los vínculos comerciales entre Gran Bretaña y Argentina, un tanto debilitados ante el crecimiento de los Estados Unidos en el mercado internacional.
La llegada del príncipe generó un gran entusiasmo en la población, que acompañó masivamente cada actividad del monarca, al que le armaron una agenda más que nutrida.
Una multitud lo recibió en el puerto de Buenos Aires el 17 de agosto de 1925. Inició de inmediato un interminable itinerario de actos, homenajes, reuniones. Hizo recorridas por la Asociación Cristiana de Jóvenes, por el St. Andrew’s School, el Hospital Británico, la Sociedad Rural, inauguró obras del subterráneo, obras en la estación Constitución, lo llevaron a ver espectáculos en los teatros Colón, Cervantes y Opera, asistió a desfiles mi-litares, visitó las ciudades bonaerenses de Mar del Plata, La Plata, Junín, Azul, 25 de Mayo, también viajó a Mercedes (Corrientes), en casi todos esos lugares al príncipe se lo vio fastidioso, inquieto, malhumorado. Estaba evidentemente cansado, venía de una intensa gira por Sudáfrica, y todavía debía visitar Chile.

SUS MEJORES HORAS EN AMÉRICA
El 22 de agosto a la mañana el Príncipe fue a la Estación Retiro del Ferrocarril Pacífico (hoy ferrocarril San Martín). Salió de la residencia donde se alojaba, el Palacio Ortíz Basualdo (actual embajada de Francia) acompañado por su secretario privado Godfrey Thomas, por el jefe de su custodia, el detective Burt de la Scotland Yard y por el estanciero José Alfredo Martínez de Hoz, un joven terrateniente argentino educado en Inglaterra, casi de la misma edad que el príncipe (Eduardo tenía 31 y José Alfredo 30), que fue una especie de guía y compañero de ruta del príncipe durante su estadía en la Argentina.
En Retiro tomaron un tren especial hasta la estación de Hurlingham. Allí lo esperaba Albert M. Hind, socio del Hurlingham Club y Presidente de la Asociación Argentina de Polo.
Toda la vecindad se acercó a la calle que unía la estación con el club inglés, bautizada desde entonces como Eduardo VII, abuelo del visitante «ilustre».
Esa calle fue especialmente «adoquinada» por la Comisión de Fomento de Hurlingham y ornamentada para la ocasión con veredas hechas con baldosas rojas y blancas y con rosales con flores del mismo color como la bandera original de Inglaterra. La pequeña comitiva recorrió esas pocas cuadras en dos autos Ford, en medio de los aplausos y la admiración de los vecinos por «ver de cerca a un príncipe de verdad».
En el Club lo esperaban Luis Lacey, Juan «Jack» Nelson (dos de los mejores jugadores de polo del mundo) y algunos socios del Hurlingham con sus familias como los Drysdale, los Shaw, Lealft; Holway; entre otros.
Eduardo de Windsor ataviado con botas de montar, un ‘breech’ color té, tricota de cuello alto del mismo color y un ‘jockey’ gris salió a galopar por el field del Hurlingham, pero no con la intención de jugar un partido. Ese día el príncipe se entretuvo golpeando algunas pelotas y revoleando su taco. Estuvo dos horas en la cancha, mayormente paseando al trote y charlando con los contertulios.
Sin embargo al otro día, una crónica del diario La Nación señalaba: «…para decir verdad, no todos estaban convencidos de los elogios que su condición de jinete y de polista, le prodigara la prensa europea (…) Pero si existió esa duda, bien cabe afirmar que quedó desvanecida cuando Eduardo de Windsor, firme sobre los estribos, gallardamente plantado sobre la silla, la mano fuerte empuñando el mallete y las piernas ejercitadas cerrándose contra los flancos del animal, mostró sin alardes el dominio sobre el bruto que montaba y enseguida, hechos los primeros tiros, la seguridad vigorosa con la que alcanzaba la pelota».
Por su parte, el diario Crítica, en la edición vespertina de ese mismo 22 de agosto, publicó una foto del monarca con ropa de montar, desparramado en el piso, pero la caída no había sido Hurlingham, publicaron una foto de otro evento y lo hicieron para burlarse de los cronistas londinenses que aseguraban que «los argentinos están tan entusiasmados con Eduardo, por lo bien jinete que es» y de algunos periodistas argentinos que le prodigaban elogios desmesurados, como el del diario La Nación.
Lo cierto es que el Príncipe no tuvo tropiezos en el césped del Hurlingham aunque se quejó de que «el caballito arisqueaba un poco».
Su compinche en Argentina, Martínez de Hoz, declaró al diario Crítica: «No es un gran jugador, pero sabe pegar. Es muy entusiasta por este deporte».
A propósito de Martínez de Hoz, el joven estanciero había sido padre hacía apenas nueve días: Fruto de su matrimonio con María Carolina Cárcano, había nacido el pequeño Joe, que medio siglo después fue ministro de economía de la dictadura militar en 1976.
Volviendo a la «visita Real» al Hurlingham Club, Eduardo compartió con las autoridades de la institución unos cigarros, un copetín y unos sándwiches.
En su crónica el diario Crítica detalló: A las 11.40 en un «fordcito» embarrado, el Príncipe, su detective, el edecán y Martínez de Hoz regresaron a la estación. Eduardo entró al andén, fumando en pipa. Los alumnos del Bective College de Hurlingham que estaban allí lo saludaron aplaudiendo (…) conversó con dos o tres señoras que fueron a despedirlo y se subió al tren».
El popular diario opinó además; «Muy sencillo, muy cordial, muy alegre se ha mostrado hoy Eduardito de Windsor» y destacó que ya en el tren le dijo a su edecán: «he vivido esta mañana mis mejores horas en América».
Tal fue el encanto de Eduardo con la jornada en el Hurlingham que pese a la nutridísima agenda, repleta de compromisos oficiales, prometió regresar esa misma semana, al aceptar gustoso la invitación al casamiento de Lacey.

Y así fue. El sábado 29 de agosto Eduardo regreso al club. Participó de un almuerzo en honor a aviadores argentinos, a la tarde jugó al squash, al polo y la noche fue a la fiesta de Lacey, realizada en el mismo club.
Eduardo le regaló al novio unos gemelos de oro con la marca de la Corona, a la novia la saludó muy cordialmente.
El Príncipe Eduardo estuvo en el país más de 40 días, regresó a Londres el 28 de septiembre.
OTRA VISITA A HURLINGHAM
Eduardo de Windsor visitó nuevamente el club en 1931 esta vez acompañando a George de Gales, uno de sus hermanos más chicos, que pocos años después fue Duque de Kent.
La intención del viaje de Eduardo era ayudar a George en su lucha por alejarse de la cocaína, pero la visita de los monarcas se vio empañada por algunos sucesos escandalosos, debido a la relación que el Duque mantuvo con el nieto de José Evaristo Uriburu, el dictador que ocupaba la presidencia por entonces.

En aquellos años la homosexualidad era considerada un delito tanto en la Argentina como en Gran Bretaña.
EDUARDO REY
El 20 de enero de 1936, la muerte del rey Jorge V de Inglaterra transformó al príncipe Eduardo en Rey.
El reinado de Eduardo VIII duró solo hasta el 11 de diciembre del mismo año, cuando abdicó, dicen que por amor…
Es que Eduardo tenía un romance con Wallis Simpson y cuando llegó al trono quiso casarse, pero su deseo chocó con la opinión pública y con la política que rechazó la idea de que el rey se casara con una señora divorciada dos veces de maridos que aún vivían. Si quería casarse tenía que renunciar a la corona o abandonar a Wallis si quería seguir siendo rey. Optó por abdicar. Lo sucedió su hermano menor, Alberto, que eligió el nombre de Jorge VI.
Pero el investigador galés Martin Allen, en el libro «El rey traidor», dice que Eduardo era un fanático de la ideología nazi, que estaba convencido de que la Rusia soviética era una amenaza trágica para Europa y elogiaba abiertamente a la Italia de Benito Mussolini y la Alemania de Adolf Hitler. Y ése, dice Allen, habría sido el verdadero motivo de tan pronta abdicación.
¿Una historia de traición de un rey fascista camuflada como una historia de sacrificio por amor? Todo puede ser. Es uno de los tantos capítulos de la intrigante historia de la monarquía británica.
Publicado en EL CLASICO edición de agosto 2025
