Por José María Tito Gómez.
Un domingo por la mañana, -porque todo lo importante pasa un domingo a la mañana-se incendió Tres Cruces. Nadie se murió, nadie se lastimó, pero decenas de vecinos se quedaron sin trabajo. La esperanza de que la empresa reconstruya la fábrica y vuelva a abrir se fue disolviendo en el olvido, la desidia de los políticos de entonces y el eterno colaboracionismo de los dirigentes sindicales.
Sin embargo, pocos meses después ocurrió el milagro: entre los escombros del viejo frigorífico surgió la Universidad de Hurlingham. Las naves que producían salchichas de dudoso contenido comenzaron a llenarse de pibes que aprendían, debatían y generaban nuevos conocimientos.
Pero no debería llamarlo «milagro»: fue la decisión política del gobierno de Cristina Kirchner de llenar el Conurbano de universidades y democratizar los saberes, y también la determinación del entonces candidato Juan Zabaleta de que una de esas universidades estuviera en Hurlingham. No fue magia, ciertamente.
Tampoco fue magia (negra) que otras fábricas del barrio fueran cerrando desde que empezó lo que los politólogos llaman «globalización» y que en realidad es la etapa de protección del empleo de europeos y estadounidenses. GoodYear, Schcolnik, CIDEC, Italar, son ruinas, shopping centers o fábricas recuperadas que esperan el mazazo final de un sistema instalado que no las necesita. Desde los tiempos de la dictadura genocida de Videla y los gerentes de Acindar, la sustitución de la producción local por importaciones y la pauperización de los trabajadores fue una constante que se repitió gobierno tras gobierno, con la notable resistencia de los gobiernos kirchneristas. Sin embargo, no parece que la vuelta de un gobierno con un programa nacional y popular logre volver a llenar Hurlingham de fábricas y éstas de trabajadores: el capital moderniza sus máquinas y se quita cada vez más de encima esa «molestia» de pagar sueldos.
Otra cosa que llegó para quedarse es el subsidio estatal a quienes no trabajan o trabajan poco. No tiene otra salida el capitalismo, si quiere seguir gobernando con la forma actual de Democracia.
¿Queda pensar en un futuro de Hurlingham sin trabajo, una ciudad dormitorio donde sus habitantes hagan PBI en otro lado, viajen horas a sus lugares de trabajo con un gasto de energía improductivo que no justifique siquiera las horas de trabajo?, ¿Qué hacer con los miles que no tendrán empleo, y apenas sobreviven con sus miserables subsidios?
Uno sospecha que las respuestas a esos interrogantes van a venir con el trabajo comunitario, la vinculación entre los vecinos y con el territorio, la salida del sentido común instalado por las corporaciones y la conciencia de que vivimos en un lugar frágil y finito. Pero sabemos que falta mucho hablar, encontrarse y debatir, siempre emputecidos en las urgencias que oscurecen lo importante. ¿Y mientras tanto?.
La misma audacia que requirió la creación de la UNAHUR podría tener continuidad en poner un ojo en las «atractividades» que posee Hurlingham.
Una ya es una realidad: Las empresas logísticas apreciaron la ubicación estratégica de entre dos autopistas y ya hay varias compañías instaladas. (Una lógica evolución de la tradicional piratería del asfalto practicada desde antaño por conspicuos vecinos).
La otra actividad en la que la podría destacarse es, paradójicamente, lo que no es negocio: el ocio. Hace años que catalogan a Hurlingham como la cuna del rock, y sin embargo, no utilizamos eso como bandera para generar hechos que lo demuestren, a pesar de un pasado glorioso. En los barrios hay decenas de bandas excelentes que quisieran tocar y apenas cuatro o cinco lugares para hacerlo. No hay un sitio para hacer festivales y traer bandas de otros lados. No homenajeamos a nuestros próceres musicales, salvo intentos esporádicos de organizaciones populares. Reemplazar los nombres de las calles que recuerdan a militares ignotos o genocidas por actores de la cultura trasciende lo simbólico o el marketing y establece una toma de posición como comunidad. Establecer reglas claras para los centros culturales también es una deuda de los gobiernos populares.
Tampoco hay teatros, aunque sí hay varios lugares para la enseñanza. Ni hablar de cines. Podrán decir que los hábitos de consumo variaron, que los espectadores se quedan en casa a ver Netflix -aunque también viajen horas hasta el centro para ver teatro-, pero si la oferta es cero, cómo saber cuál es la demanda.
Quizás con escuchar las propuestas del Foro de la Cultura de que se realizó hace un par de años, más los que hacen cultura comercial, puedan surgir formas de incentivar la industria del espectáculo en Hurlingham, y que los artistas sean reconocidos y puedan vivir de su arte, y los demás podamos disfrutarlo.